1993 - Culture Jamming: hackeando, remezclando y disparando en el Imperio de los Signos - Mark Dery

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Texto

I. El Imperio de los signos

“Mis compatriotas —exhortó John F. Kennedy— ¿no habéis querido nunca patear la pantalla de vuestro TV?”. Por supuesto no fue Kennedy quien dijo esto sino un actor de Media Burn, una performance realizada en 1975 por el colectivo artístico Ant Farm. Hablando desde el estrado “Kennedy” se pronunció sobre la adicción americana a la droga de la conexión, declarando: “Los monopolios de los medios de comunicación controlan a la gente controlando la información”. En el momento justo, un asistente empapó con queroseno un muro de televisores y lanzó una cerilla encendida a la consola más cercana. Un fuerte rugido surgió de la multitud cuando los televisores explotaron en humo y llamas.

Minutos después, un Cadillac customizado de 1959 atravesó la pared ardiente con un crujido estremecedor y se detuvo en seco, rodeado por las carcasas destrozadas y carbonizadas de los televisores. Aquí y allá algunos pedazos aún ardían mientras los tubos de imagen implosionaban uno tras otro para deleite de los espectadores. En una reproducción postal del clímax pirotécnico del evento, impresa con motivo de su décimo aniversario, aparece un extraño y divertido poema:

alerta moderna

la plaga está aquí

quemad vuestra TV

exterminad el miedo

iconoclastas

destrozan la TV

héroes de América

el fuego os hará libres

En Media Burn, Ant Farm se entregó públicamente al placer culpable de patear el agujero del tubo de rayos catódicos. Ahora, casi dos décadas después, el ojo ciclópeo de la TV asoma por cada esquina de la escena cultural y el deseo de cegarlo es tan fuerte como antes. Media Burn materializa el sueño cumplido de una democracia de consumo que anhela, con el corazón vacío y la cabeza hueca, un sistema de creencias más noble que los “valores familiares” promovidos en una campaña publicitaria de Volvo, un discurso más elevado que el de los tiburones hambrientos del programa The McLaughlin Hour.

Es un lugar común posmoderno que nuestras vidas están íntima e inextricablemente ligadas a la experiencia televisiva. El 98% de los hogares estadounidenses —más de los que cuentan con cañerías en casa— tienen al menos una TV que está encendida un promedio de siete horas al día. El contraste entre la reducción de fondos a escuelas públicas y bibliotecas, y el aumento en las ventas de reproductores de video y videojuegos electrónicos, ha dado lugar a una cultura de aliteracy definida por Roger Cohen como “el rechazo a los libros por parte de niños y jóvenes que saben leer pero eligen no hacerlo”. No es ya una revelación sino la triste realidad que dos tercios de los estadounidenses obtienen “la mayor parte de su información” de la TV. El consultor de medios Bill McKibben se pregunta sobre el valor de cambio de esa información:


Creemos que vivimos en la “era de la información”, que ha habido una “revolución de la información”, una “explosión” de información. En cierto sentido es así pero en muchos aspectos importantes es justo lo contrario. Vivimos también en un momento de profunda ignorancia donde el conocimiento vital que los humanos siempre hemos tenido sobre quiénes somos y dónde vivimos parece estar fuera de nuestro alcance. Una era de Oscurantismo. Una época de falta de información.


Los efectos de la TV son más nocivos en el periodismo y la política, en ambos casos la TV ha reducido el discurso a operaciones fotográficas y sonidos pegadizos, afirmando la hegemonía de la imagen sobre el lenguaje, de la emoción sobre el intelecto. Estos procesos se encarnaron en la figura de Ronald Reagan, una conjura televisiva que durante ocho años mantuvo a las cadenas de noticias, y por ende al público estadounidense, hechizados. Los expertos en comunicación del Presidente, como señala Mark Hertsgaard, pudieron reducir al cuarto poder, que se consideraba a sí mismo un sabueso insomne, a un perrito faldero adulador.


Deaver, Gergen y sus colegas reescribieron efectivamente las reglas de creación de la imagen presidencial. A través de un sofisticado análisis de las cadenas de noticias estadounidenses —cómo funcionaban, qué botones se presionaban y cuándo, qué técnicas habían sido útiles y cuáles no en las administraciones anteriores— introdujeron un nuevo modelo para presentar al político más importante de la nación y utilizar a la prensa para venderlo al público estadounidense. Su objetivo no era simplemente domar a la prensa sino transformarla en un portavoz involuntario del gobierno.


Durante los años de Reagan, EE. UU. se transformó en una democracia televisiva cuya principal directriz era el control social a través de la fabricación y manipulación de imágenes. “Nosotros [el equipo de campaña de Reagan] tratamos de crear la escena más entretenida y visualmente atractiva posible, de manera que las cámaras de las cadenas de TV tuvieran que usarla”, explicó el exasesor de Reagan, Michael Deaver. “Sería tan buena que nos dirían,`Chico, esto va a ser nuestro programa de la noche´. Así nos convertimos en productores de Hollywood”.

La transformación de la sociedad estadounidense en una realidad virtual fue lamentablemente evidente en la Guerra del Golfo Pérsico, una miniserie hecha para la TV con merchandising incluido (camisetas, gorras de béisbol, papel higiénico con la imagen de Sadam, condones originales con el escudo del desierto…) y un efusivo despliegue de apoyo al conflicto siguiendo el estilo de los programas de entretenimiento nocturno. Cuando el cineasta Jon Alpert, contratado por la NBC, trajo de vuelta imágenes de Irak bajo el bombardeo de EE. UU. que revolvían el estómago, la cadena —propiedad de uno de los mayores fabricantes de armas del mundo, la General Electric— despidió a Alpert y se negó a emitir la película. No es que la película de Alpert hubiera despertado al cuerpo político, durante la guerra el pueblo estadounidense exigió el derecho a no saber. Una encuesta citada en The New York Times fue particularmente preocupante: “Al tener que elegir entre aumentar el control militar sobre la información o dejar que las cadenas de noticias tomasen la mayor parte de las decisiones, el 57% respondió que estaría a favor de un mayor control militar”.

Durante las primeras semanas de la guerra, cuando las principales cadenas de noticias nacionales ayudaron al Pentágono a controlar el hilo manteniendo un apagón casi total en la cobertura de las protestas, Deaver se mareaba de entusiasmo. “Si hubiéramos contratado a una empresa de relaciones públicas para que se encargara del trato con los media en un evento internacional no podría haber conseguido un resultado mejor”. De hecho contrataron a una firma de relaciones públicas, Hill & Knowlton, que orquestó el testimonio de una angustiada joven kuwaití en el Congreso, cuyas historias de horror sobre bebés arrancados de las incubadoras y dejados “sobre el suelo helado para que murieran” por soldados iraquíes fueron altamente efectivas para movilizar el apoyo público a la guerra. Su testimonio nunca fue corroborado y su identidad se ocultó (era la hija del embajador kuwaití en EE. UU.) pero ¿por qué preocuparse por los detalles? “Formulada como una película de la II Guerra Mundial, la Guerra del Golfo incluso terminó como una película de la II Guerra Mundial”, escribió Neal Gabler, “con las tropas marchando triunfalmente por Broadway o Main Street, bañadas en la gratitud de sus compatriotas mientras rodaban los créditos finales”.

Después de que las cintas amarillas fueron retiradas se mantuvo no obstante una desafección progresiva. Un rencor extendido lentamente por el Weltanschauung televisivo que aún está entre nosotros, exacerbado por el parloteo de los anfitriones de los programas de entrevistas, los presentadores y las “cuatro frases divertidas” de la Teen Talk Barbie que se anunciaba los sábados por la mañana diciendo: ”Me encanta ir de compras”, “Veámonos en el centro comercial”. Mark Crispin Miller sintetiza a la perfección el lugar de la TV en nuestra sociedad:


Todo el mundo la ve pero a nadie le gusta. Este es el secreto a voces de la TV de hoy. Sus únicos defensores son sus propios ejecutivos, los anunciantes que la explotan y una comprometida red de impulsores académicos. Dicho de otro modo, la TV no tiene defensores espontáneos porque no hay prácticamente nada que defender.


La rabia y frustración del espectador impotente exorcizado en Media Burn brota inesperadamente en 57 Channels (And Nothin’ On), una historia de Bruce Springsteen al estilo Scorsese sobre un hombre desquiciado por el torrente de información sin sentido que lo asalta desde todos los canales. Springsteen canta: “Así que compré una Magnum 44 de sólido acero fundido y en el bendito nombre de Elvis dejé que disparase/ Hasta que mi TV quedó hecha añicos a mis pies/ Y me arrestaron por perturbar la paz todopoderosa”.

Significativamente, el videoclip de 57 Channels incorpora imágenes de un Cadillac blanco estampándose contra un muro de televisores ardiendo en un obvio homenaje a Media Burn. La destrucción ritual del TV, iterada sin cesar en la cultura de masas norteamericana, puede ser vista como un gesto de represalia por parte de una audiencia que ha comenzado a rechazar, aunque solo sea intuitivamente, la sugerencia de que el “poder” reside en el control remoto, de que la “libertad de elección” se refiere a las opciones cada vez más numerosas que se ofrecen a lo largo del dial. Este rito tecnovudú constituye la obliteración simbólica de un embudo de información unidireccional que solo transmite, nunca recibe. Es un acto de magia empática realizado en nombre de todos los que están obligados a mirar el mundo a través de mirillas que pertenecen a conglomerados multinacionales para los que el margen de beneficio es el principal resultado. “A los ojos del consumidor”, señala Ben Bagdikian,


el oligopolio de los medios de comunicación mundiales no es visible… Los quioscos siguen mostrando filas de periódicos y revistas en una deslumbrante gama de colores y temas… En todo el mundo, los canales y las emisoras de TV por cable siguen multiplicándose, al igual que los casetes de vídeo y las grabaciones musicales. Pero si este caleidoscopio brillante desapareciera de repente y fuera reemplazado por los colofones corporativos de los dueños de las emisoras, el collage con los nombres de las pocas multinacionales que ahora dominan el terreno se volvería gris.


En The Media Monopoly, su obra decisiva, Bagdikian informa que el número de los gigantes transnacionales de comunicación ha descendido a veintitrés y se está reduciendo rápidamente. Siguiendo otro vector, Herbert Schiller considera la interrelación entre la privatización de la información y la limitación del acceso:


La comercialización de la información, su adquisición y venta privada, se ha convertido en una industria importante. Mientras está a la venta más material que nunca y en formatos creados para uso especial, la información pública gratuita subvencionada con los impuestos es atacada por el sector privado como una forma inaceptable de subsidio… La capacidad de un individuo para conocer las circunstancias reales de la existencia nacional e internacional ha disminuido progresivamente.


Martin A. Lee y Norman Solomon levantan otra acusación igualmente inquietante:


En una era de recortes y despidos en las cadenas de noticias, muchos reporteros son reacios a buscar historias que saben que molestarán a la gerencia. “La gente es más cuidadosa ahora”, comentó un exproductor de noticias de la NBC, “porque toda esta noción de libertad de prensa se convierte en una contradicción cuando las personas que poseen los media son las mismas personas sobre las que hay que informar”.


La propiedad corporativa de los media, la acumulación de un número cada vez mayor de editoriales y cadenas de TV en un número cada vez más reducido de multinacionales, y la creciente privatización de la verdad por parte de una élite tecnocrática y rica en información no son cuestiones nuevas. Más reciente es la noción de que la mente pública está siendo colonizada por fantasmas corporativos, imágenes espectrales de poder y deseo que persiguen nuestros sueños. Considera las observaciones de Neal Gabler:


En todas partes lo fabricado, lo inauténtico y lo teatral ha desplazado gradualmente a lo natural, lo genuino y lo espontáneo, hasta el punto de que la vida real y la escenificada no se distinguen. De hecho, se podría argumentar que la teatralización de la vida estadounidense es la mayor transformación cultural de este siglo.


Y las de Marshall Blonsky:


Ya no podemos hacer nada sin querer verlo inmediatamente en vídeo… Ya no existe un evento o una persona que actúe por sí misma, para sí misma. La dirección de los acontecimientos y de la gente debe ser reproducida en imagen para ser duplicada en la TV. Hoy desaparece el referente. En circulación están las imágenes. Solo las imágenes.


El territorio delimitado por Gabler y Blonsky, exuberante en ficciones pero extrañamente árido, ha sido trazado en detalle por el filósofo Jean Baudrillard. En su histórico ensayo de 1978, La precesión de los simulacros, Baudrillard planteó la noción de que habitamos una “hiperrealidad”, un hall de espejos mediáticos donde la realidad se pierde en infinidad de reflejos. Sostiene que ante todo “experimentamos” los acontecimientos como reproducciones electrónicas de rumores muchas veces remotos donde los originales, comparados constantemente con sus representaciones mejoradas digitalmente, inevitablemente se quedan cortos. En el “desierto de lo real”, afirma Baudrillard, los espejismos superan en número a los oasis y son más atractivos para el ojo sediento. Además, los signos que antes apuntaban a realidades distantes ahora solo se refieren a sí mismos. La Main Street U.S.A. de Disneyland que representa el tipo de ciudad idílica de principios de siglo que solo existe en las pinturas de Norman Rockwell y en los sets exteriores de la Metro Goldwyn Mayer, es un ejemplo evidente de simulación autorreferencial, una minuciosa réplica de algo que nunca existió. “Estas serían las fases sucesivas de la imagen”, escribe Baudrillard, delatando un placer casi necrófilo al contemplar la descomposición de la realidad culturalmente definida. “[La imagen] es el reflejo de una realidad básica; enmascara y pervierte una realidad básica; oculta la ausencia de una realidad básica; no tiene ninguna relación con ninguna realidad: es su simulacro puro”.

La realidad no es lo que solía ser. En EE. UU. el capitalismo industrial ha sido reemplazado por una economía de la información caracterizada por la reducción de la mano de obra a la manipulación de símbolos en computadoras que suplantan el proceso de fabrica ción. Los motores de la producción industrial se han ralentizado, cediendo ante un capitalismo fantasmagórico que produce mercancías intangibles: éxitos de taquilla de Hollywood, comedias de TV, eslóganes, jingles, palabras de moda, imágenes, megatendencias de un minuto, transacciones financieras que parpadean a través de cables de fibra óptica. Nuestras guerras son guerras Nintendo con bombas inteligentes equipadas de cámaras que combinan cine y armamento en un televisor que mata. Los futurólogos predicen que la tecnología emblemática del siglo venidero será la “realidad virtual”, un sistema informático que sumerge a los usuarios en mundos ani mados por computadora cuyas imágenes y sonidos recibe a través de un casco conectado. En la realidad virtual la TV engulle al es pectador empezando por su cabeza.

II. Culture jamming

Mientras, el problema permanece. ¿Cómo boxear con sombras? En otras palabras, ¿qué forma asume una política comprometida en un imperio de signos? La respuesta reside quizás en la “guerra de guerrillas semiológica” imaginada por Umberto Eco. “El receptor del mensaje parece tener una libertad residual: la libertad de leerlo de una manera diferente... Propongo una acción para instar a la audiencia a controlar el mensaje y sus múltiples posibilidades de interpretación”, escribe. “Un medio puede emplearse para comunicar una serie de opiniones en otro medio... El universo de la Comunicación Tecnológica estaría entonces vigilado por grupos de guerrilla de la comunicación que restaurarían una dimensión crítica a la recepción pasiva”.

Eco asume a priori la política radical de la alfabetización visual, una idea elocuentemente argumentada por Stuart Ewen, crítico de la cultura de consumo. “Vivimos en un tiempo que ha convertido la imagen en el modo predominante de dirigirse al público, eclipsando todas las otras formas de estructurar el significado”, afirma Ewen, “pero nuestra educación casi no nos prepara para dar sentido a la retórica, al desarrollo histórico o a las implicaciones sociales de las imágenes en nuestras vidas”. En una sociedad de color, luz y apariciones electrónicas —un mundo extraño y distinto de “inmensidad ilimitada, lleno de luz y de cosas materiales brillantes y sedosas”20— el desesperado proyecto de reconstruir el significado, o al menos reclamarlo a los departamentos de marketing y a las empresas de relaciones públicas, requiere de cazafantasmas visualmente alfabetizados.

Los culture jammers responden a ese llamado. En el argot de la CB, “ jamming” nombra la práctica ilegal de interrumpir transmisiones de radio o conversaciones entre colegas haciendo pedorretas, diciendo obscenidades y otras gamberradas igualmente infantiles. Por el contrario el culture jamming se dirige contra una tecnocultura instrumentalizada y cada vez más invasiva cuyo modus operandi consiste en fabricar consenso manipulando símbolos.

El término“cultural jamming” fue utilizado por primera vez por la banda collage Negativland para describir la alteración de vallas publicitarias y otras formas de sabotaje mediático. En Jamcon ‘84, un miembro de la banda serio y burlón observa:“A medida que crece la conciencia de cómo nuestro entorno mediático afecta y dirige nuestra vida interior algunos se resisten... El cartel hábilmente rediseñado... dirige al espectador a una consideración de la estrategia corporativa original. El estudio del cultural jammer es el mundo en general”.

En parte terroristas artísticos, en parte críticos vernáculos, los culture jammers, como las “guerrillas de comunicación” de Eco, introducen ruido en la señal a medida que ésta pasa del transmisor al receptor, fomentando interpretaciones idiosincrásicas y no inten- cionadas. Intrusos de los intrusos, intervienen anuncios, noticieros y otros artefactos mediáticos con significados subversivos, al tiem- po que los desencriptan desarmando su poder de seducción. Los jammers ofrecen pruebas irrefutables de que el derecho no tiene la propiedad intelectual sobre la guerra que se libra con encantamien- tos y simulaciones. Y, como los criptógrafos culturales de Ewen, rechazan el papel de consumidores pasivos renovando la noción de discurso público.

Finalmente, y de igual importancia, los culture jammers son Groucho Marxistas, siempre conscientes de la diversión que se puede tener en la alegre demolición de las ideologías opresivas. Como Jello Biafra, el bromista inveterado y excantante de Dead Kennedys, observó una vez, “hay una gran diferencia entre el ‘simple crimen’ como asaltar un 7-11, y el ‘crimen creativo’ como forma de expresión... El crimen creativo es edificante para el alma... ¿Qué mejor manera de sobrevivir a nuestra sociedad hormiguero que abusando de los medios de comunicación de masas que sedan al público?... Una broma al día mantiene al contrario fuera de juego”.

El jamming forma parte de un continuo histórico que incluye el samizdat ruso (publicación clandestina que desafía la censura oficial); los fotomontajes antifascistas de John Heartfield; el détournement o desvío situacionista (definido por Greil Marcus en Lipstick Traces como “el robo de artefactos estéticos de sus contextos y su desvío hacia contextos de su propia invención”); el periodismo clandestino de los radicales como Paul Krassner, Jerry Rubin y Abbie Hoffman en los años sesenta; el teatro callejero Yippie como el famoso intento de hacer levitar el Pentágono; religiones paródicas como la Iglesia del Subgenius con sede en Dallas; el sabotaje del lugar de trabajo como el documentado por Processed World, una revista para zánganos descontentos que se la pasan editando datos; el sabotaje ecopolítico de Earth First!; los actos aleatorios de crueldad artaudiana que el teórico radical Hakim Bey llama “terrorismo poético” (“bailes raros en los lobbies de la banca informática durante toda la noche... bizarros artefactos extraterrestres esparcidos por los parques estatales”24); el uso insurgente del “cut-up”, la técnica de collage propuesta por William Burroughs en La Revolución electrónica (“El control de los medios de comunicación de masas depende de que se establezcan líneas de asociación... Las técnicas de cut-up podrían saturar los media con un espejismo total”25); y el bricolaje subcultural (la reutilización por parte de “marginados” sociales de símbolos asociados con la cultura dominante, como la apropiación del atuendo corporativo y las poses de las modelos de Vogue por parte de drag queens pobres, gays y en su mayoría no blancos).

Siendo una categoría elástica, el culture jamming acomoda una multitud de prácticas subculturales. El hackeo ilegal de computadoras con la intención de denunciar irregularidades institucionales o corporativas es un ejemplo; la remezcla o “slashing”, la caza furtiva de textos... (El término “slashing” deriva del porno “K/S” —abreviatura de “Kirk/Spock”— historias escritas por mujeres fans de Star Trek y publicadas en fanzines underground. A partir del subtexto homoerótico percibido en las narrativas de Star Trek, los cuentos K/S o “slash” están a menudo animados por impulsos feministas. Me he apropiado del término para uso general, aplicándolo a cualquier forma de interferencia en la que las historias contadas para el consumo masivo son perversamente reelaboradas) La transmisión de interferencias (jamming), las emisoras piratas de TV y radio, y la contravigilancia por videocámara (cuando los chatarreros del DIY usan tecnologías de consumo baratas para documentar la brutalidad policial o la corrupción gubernamental) son un modus operandi potencial para el culture jammer. También lo es el activismo mediático, como la alegre inmolación de un montón de televisores frente a las oficinas de la CBS en Manhattan —parte de una protesta contra la parcialidad de los media organizada por FAIR (Fairness and Accuracy In Reporting) durante la Guerra del Golfo— y el “media-wrenching” (“forzamiento de los media”), como la interrupción del noticiero de MacNeil/Lehrer por parte de ACT UP en protesta por la escasa cobertura de la epidemia de SIDA. Un tipo algo más convencional de culture jamming son los proyectos de vigilancia de los media como Paper Tiger Television, un colectivo independiente que produce segmentos críticos sobre la industria de la información; Deep Dish TV, una red satelital de base que distribuye programación de libre pensamiento a canales de cable de acceso público por todo el país; y Not Channel Zero, un colectivo de jóvenes afroamericanos “activistas del vídeo” cuyo lema es “La revolución televisada”. Y además está el hacking académico, estudios culturales realizados por intelectuales insurgentes fuera de los muros de la universidad.

Ya que el culture jamming adopta muchas formas consideraremos con mayor detalle algunas de sus manifestaciones más típicas.

Contexto

Culture Jamming: Hacking, Slashing, and Sniping in the Empire of Signs fue publicado impreso en 1993 por la Open Magazine Pamphlet Series #25 y en línea por Mark Dery con una nueva introducción en 2010. Dery retomó el término “cultural jamming” acuñado en 1984 por el grupo Negativland en un artículo para The New York Times titulado “The Merry Pranksters and the Art of the Hoax” en 1990, y al año siguiente inició una serie de artículos sobre el tema en Adbusters, revista dedicada hasta hoy al culture jamming. En 2007 Marilyn DeLaure y Moritz Fink lo incluyeron en su edición Culture jamming. Activism and the Art of Cultural Resistance (New York University Press).

Autoras

Fuentes

Enlaces

URL:

Wayback Machine: https://web.archive.org/web/20200225220415/http://markdery.com/books/culture-jamming-hacking-slashing-and-sniping-in-the-empire-of-signs-2/